Creo en finales felices
- Gonzalo Rats
- Apr 10, 2012
- 7 min read

Llegué temprano a la dirección que me habían dado en aquella taberna. El lugar era decididamente hediondo. No el lugar en sí, que apestaba a incienso y mirra, sino el barrio. Una vez dentro del local un sujeto alto, de mediana edad y carácter seguro y afable (del tipo del perfecto estafador) se presentó como la persona que me habían recomendado.
Su conversación era tan agradable que me provocaba una severa desconfianza. Nadie puede ser tan agradable, y si lo son, por lo general guardan un lado igual de repulsivo. De lo contrario, ¿cómo es que tantas mujeres terminan casadas con maridos golpeadores? ¿O todos esos buenos tipos engañados por una cara bonita que se tira al electricista mientras ellos se desloman día a día para mantener a sus hijos? Ahí debería haber una distinción. ¿A los hijos de quién me estoy refiriendo? ¿A los de los buenos tipos o a los del electricista? No sé, de todas formas el buen tipo tendrá que mantenerlos, sean suyos o no y el electricista deberá mantener a los suyos, concebidos quizás por otros mientras él ocupaba la cama del buen tipo y así. Quizás el buen tipo se folle a la mujer del electricista también.
Como sea, el Perfecto Estafador seguía hablando de lo infalible de su método mientras yo desvariaba. Sus manos iban de un lado a otro señalando cosas inexistentes, gesticulando exageradamente y hasta soltando de vez en cuando alguna que otra sonora carcajada forzada. Estaría contando alguna anécdota que lo dejaría, sin duda, bien parado. Yo no escuchaba.
–Escuche, estoy acá por el tema de la regresión hipnótica y eso de las vidas pasadas –dije interrumpiendo groseramente su relato.
–¡Ah! –exclamó mi interlocutor–. Lo confundí con el cliente que debería haber llegado hace quince minutos. Por lo visto usted llegó temprano y no tarde como yo había creído.
–¿Qué era lo que me estaba ofreciendo?
–Un excelente elongador peneano importado de Norteamérica.
–¿También vende elongadores peneanos?
–Sí. ¿Por qué? ¿Está interesado en adquirir alguno?
–Sí... digo, no. ¡Demonios! No tengo con quién usarlo.
–Lo puede utilizar en su propia persona, es la forma más corriente...
–¡No sea idiota! me refería a que no tengo con quién follar. Mi mujer me dejó por un electricista.
–Cuánto lo siento.
–Créame que no lo suficiente.
Silencio incómodo. El Perfecto Estafador acomodó su corbata barata sobre su camisa de segunda selección y prosiguió:
–Bien, nuestro método de Regresión a Vidas Pasadas está patentado por Richard Weisz, y tenemos la única licencia del país...
–Ahórrese la cháchara. Vayamos al grano, por favor.
–Ok, no se impaciente. Cuénteme su caso, ¿es simple curiosidad lo que lo impulsa a hurgar en sus anteriores existencias?
–Es una cuestión terapéutica.
–Ah, ya veo. Es el karma lo que le preocupa. Es el segundo motivo por el cual la gente contrata nuestros servicios.
– ¿Y el primero?
–Aburrimiento, ni más ni menos.
Aburrimiento. Mi mente se perdió en disquisiciones filosóficas... aunque en realidad imaginé a un tipo tan aburrido de su esposa que contrataba a un charlatán para que le mostrara quién fue en sus vidas pasadas y terminaba comprando un elongador peneano con manual y todo. Seguro su esposa se pondría contenta y él con una polla más grande saldría a buscar jovencitas, porque, después de todo, estaba harto de su esposa. Todos ganan, el vendedor, el tipo y su esposa, menos yo, porque ya no tengo una.
–Tal vez por eso debería llevar un elongador –dijo el Perfecto Estafador sacándome repentinamente de mis cavilaciones.
– ¿Eh? ¿Qué quiere decir con eso?
–Mi amigo, usted no necesita echar un vistazo al pasado, sino al presente. ¿Cómo va su vida actualmente?
–Desastrosa. Todo me viene saliendo mal desde que me enteré que mi mujer me engaña con otro hombre. Ese cabrón me jodió la vida además de joderse a mi mujer.
Me echó una larga mirada examinadora, asintió con la cabeza y sacó una caja de debajo del escritorio. Suspiró.
–Vea amigo, lo de las regresiones son puras patrañas, lo uso como anzuelo para vender estos –dijo dándole una palmada a la caja de cartón. –De hecho tengo varios anuncios donde ofrezco diversos servicios solo para vender uno de estos. Vea, vendo pura confianza...
Miré la caja y miré al Perfecto Embaucador. Me estaba embaucando. Distintas emociones se me cruzaron por la cabeza, tal vez en uno de sus anuncios se publicitara como electricista. Él continuaba con su florido discurso.
–Así empecé yo, con uno de estos. Vea lo que soy ahora, puedo vender cualquier cosa a cualquier persona. De hecho, si viene una mujer en lugar de un hombre, soy capaz de venderle el mismo producto. Las señoras lo llevan con gusto para sus maridos...
Eso era el colmo. Tampoco tenía marido. Me estaba tomando el pelo desde que había entrado a ese lugar apestoso a fuerza de sahumerios de incienso y mirra. Mirra, birra, me puse a pensar en cerveza, siempre un trago me despeja la cabeza y calma las emociones violentas. En ese momento el Embaucador se levantó de su silla, su atuendo se completaba con un pantalón de traje negro. Ahora parecía un vendedor de perfumes baratos, de esos que van casa por casa o un maldito mormón, que también van casa por casa molestando. Abrió una pequeña heladera disimulada bajo una computadora y sacó dos latas de cerveza.
Definitivamente no era mormón.
–Vea mi buen amigo, usted me cae bien. Guardemos la mercadería barata y vayamos a lo grande –dijo extendiéndome una de las latas al mismo tiempo que pateaba la caja de cartón debajo de su escritorio.
– ¿Por qué estamos brindando? –dije, algo incómodo, por no haber escuchado los últimos minutos de su charlatanería.
–Yo no dije nada de brindar, al menos no todavía. Le voy a contar una historia, mí historia, de cómo llegué a este roñoso empleo...
Se acomodó en su silla y carraspeó. Quizás quería tirarse un pedo y no se animaba.
–Me pasé cuatro meses estudiando el mecanismo de los relojes para poder hacerlo girar en sentido contrario, de derecha a izquierda. Mi idea no era que "volviera el tiempo atrás" como puede pensar cualquier mente vulgar, sino que diera la hora de la misma manera pero en sentido antihorario. Había que cambiar el orden de los números también, lo cual suponía la parte fácil del asunto, así que cuando por fin tuve al mecanismo girando al revés se lo llevé a un viejo relojero para que me lo pusiera a punto. El buen hombre estaba escandalizado y dijo que no había necesidad de invertir la dirección, y aún así hizo su trabajo y lo perfeccionó, supongo porque hoy en día el oficio de relojero se resume únicamente a cambiar mallas de relojes pulsera.
–Ajá –dije sin comprender a dónde quería llegar.
–Vea –dijo mirándome de arriba abajo – cuando colgué mi reloj antihorario los eventos empezaron a desarrollarse de formas inusuales. Que mis planes se vinieran abajo por causas tan imprevisibles como ajenas a todo cálculo ya era algo habitual, así que eso siguió funcionando como siempre. Sólo que entonces se incorporó el elemento absurdo a la trama.
En ese momento lo miré yo de arriba abajo, el pedo lo tenía en la cabeza. Me estaba aburriendo, sentí necesitar una de esas regresiones de vidas pasadas. El Cruel Estafador no se inmutó y prosiguió.
– En fin, colgué el bendito reloj en la cocina y se convirtió en la maravilla de mi casa, que en ese entonces compartía con dos buenos amigos, los tres éramos solteros...
“Mierda” –dije para mis adentros –“otro maricón. Ahora entiendo lo de los elongadores peneanos”. Dejé de prestarle atención. Las palabras dejaron de tener sentido, todo lo que escuchaba era bla bla bla... bla bla bla... bla bla bla...
Arrullado por el relato monocorde del Gran Mentiroso, me dormí con los ojos abiertos. De hecho tuve un sueño vívido en el que yo era un mercader de la Persia antigua con una labia tal que era capaz de venderle garrapatas a un camello enfermo, haciéndole creer que actuaban como las sanguijuelas de los países húmedos. Al estar en un terruño desértico no teníamos sanguijuelas, sí garrapatas. El camello compraba gustoso.
Salí temprano de la dirección que me habían dado en aquella taberna. Antes de lo que esperaba al menos. El lugar era decididamente hediondo, pero no tanto como el producto que había adquirido casi contra mi voluntad. El Gran Mercader me había convencido más con la cerveza que con su discurso sobreensayado.
“Por su renacer espiritual, por la excelente adquisición que ha hecho y porque con mi producto único en el mercado no sólo va a recuperar a su esposa, también va a conquistar toneladas de jovencitas” había dicho al brindar el Gran Vendedor.
–¿Jovencitas? –dije abriendo los ojos a más no poder.
–Jovencitas –respondió guiñándome el ojo el Mentiroso Embaucador, el Perfecto Estafador, el electricista que se follaba amas de casa, el vendedor de garrapatas.
Ok, me gustaría decir que al llegar a mi casa desempaqueté el elongador peneano y me puse a por la labor, pero en vez de eso tuve que clavar un clavo en la pared y colgar un simple reloj que con seguridad había sido fabricado en Taiwán junto a otros millones iguales, lo cual no lo hacía precisamente único. Me senté y lo observé marchar al revés, no hubo forma de evitar sentirme un imbécil de primera, así que me fui a dormir.
No soñé nada esa noche.
Epílogo
De alguna forma siempre supe que el mundo estaba en mi contra. Y no me refiero a la gente en sí, sino a la biología, el clima, el tiempo, el espacio, todo. Pero ahora no sólo lo sabía, sino que además tenía pruebas.
En las dos semanas que siguieron a la instalación del reloj que me vendió aquel estafador invertido las cosas se volvieron incoherentes. No hubo jovencitas y los problemas con mi ex mujer siguieron igual. Lo absurdo consistió entonces en encontrarme en perfecto orden cronológico a todas las mujeres de mi vida. Las que habían significado algo fueron desfilando ante mis ojos, a pesar de los años –décadas en algunos casos –transcurridos. Si quería deshacerme de mi horrible trabajo, conseguí un aumento de sueldo. Mis hijos se hicieron vegetarianos. Y el cartero mordió al perro. Como al volver de un lugar que no conocías, que el camino parece más corto que a la ida, cuando los años pasan volando debe ser señal de que ya estamos de vuelta. “Ya está”, me dije. Y le regalé el famoso reloj al electricista que me obsequió un bonito par de cuernos.
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